13 marzo, 2021

Infancia

 Todavía recuerdo tan fresco mis pies descalzos, tersos, sin cayos, sobre las baldosas de ese pedacito de mi vereda. (Puedo recordar el color de la baldosa y el borde externo cerca del cordón de un color rojo gastado.) Digo "Mi vereda" y me detengo a pensar en ese sentimiento inocente e impune de propiedad que nos invadía, nos creíamos dueños del barrio. Sobre todo a la hora de la siesta. Después del almuerzo, los adultos dejaban desoladas las tardes de enero y el barrio se poblaba de pequeñas células de niños en cada casa, en cada pedacito de ese corredor peatonal tan cerca de la calle como si ese fuera nuestra propiedad, éramos los dueños de esas horas y de ese espacio dormido.

Cuanto me gustaba el jumper de jean con pollera acampanada que había cocido mi mamá para mi hermana y para mí. Un diseño distinto a cada una pero que sin duda dejaba ver nuestro vínculo sanguíneo. Mi vecina Valeria tenía el original de quien habíamos sacado el molde. De ella recibí mi primer regalo el día del amigo. Vivía en frente de mi casa, desfasada por unos pocos 20 metros. Ella fue testigo y cómplice de aquellos años. Después me fue imposible no asociar que en cada etapa de mi vida hubo una Valeria a mi lado. De Valeria recibí mi primer regalo el día del amigo, el primer regalo que ella compro con sus propios ahorros, y que eligió especialmente para mí. Era un sacapuntas con forma de patineta, que aún conservo y me despierta tantos recuerdos con solo mirar sus partes ya estropeadas por el paso del tiempo.

Con ella supimos crecer unos cuantos años juntas, se nos iban despertando intereses, deseos, explorando libertades, afrontando miedos, pudores, cambios. Juntas. Solíamos pasar la tarde sentadas en ese escalón de entrada a mi casa. Éramos tan chicas como para caber allí las dos juntas, una al lado de la otra. Y éramos lo suficientemente niñas como para permitirnos librar la fantasía y la creatividad en casi todo lo que hacíamos. Una de las cosas que más recuerdo y que lo debemos haber hecho por un largo tiempo es juntar monedas para comprar caramelos en el kiosco "de la vuelta". Como el dueño del negocio era mayor también dormía la siesta pero como tenía un comercio sabíamos que a las 16 abría. Solo había que esperar y mientras tanto juntar todas las monedas posibles. A veces contábamos con el vuelto del pan comprado al mediodía y si no sabíamos buscarlas en sus típicos escondites, los bolsillos de las carteras de las madres, sobre todo en las que ya no usan, en las tazas que funcionan de portalápices, en el primer cajón de la cocina, y en cada lugar que juntara muchas cosas de esas que se acumulan pero no sirven demasiado y nadie sabe porque no se tiran. Simplemente se juntan todas juntas. Pilas, gomita de pizza, un alicate, una fibra que no anda, un lápiz sin puntas, una llave que nadie sabe de dónde es, un billete que ya no corre, un Clip, una cajita de fósforos vacía, un peine chiquito, y al fondo una moneda. Y de esa búsqueda resultaba nuestra conquista. Una bolsa llena de palitos de la selva. Esos caramelos rosas y blancos. De envoltorio pedagógico. Nos pasábamos la tarde leyendo detenidamente el animal que le tocaba a cada una. Recuerdo el camaleón. Y pensaba cuánta relación tenía con el propio caramelo también de dos colores. Y lo giraba como imitando el efecto mutante del color del animal. Ese rosa y ese blanco tan parecidos al patalin, el helado de la Montevideana de frutilla a la crema y americana. El rosa un poco más intenso del chicle Jirafa. El azul de los confites sugus, el blanco ananá casi transparente como un diamante áspero de la gotita de amor, el corazoncito chiquito de las pastillitas Dorins, o las yapas. Recuerdo la primera vez que escuche el helado de "crema del cielo" y lo vi tan azul pitufo, y recuerdo el sabor extraño como de un bobaloo explosivo con relleno gelatinoso derretido. Las mielcitas de la puerta del colegio, rojas como jarabe, secuenciadas entre sí como una tira de chorizos, esas hacían preocupar a todas las madres. El naranju también despertaba la misma cara en mi mamá entre enojada y preocupada por el estado de conservación e higiene de mis primeras inversiones capitalistas. De cuando mis actos de independencia era elegir en qué gastar esos pocos billetes que me daban para el recreo del colegio. Y volver luego al escalón, por la tarde, con la puerta de mi casa a mis espaldas, como respaldándome, delimitando el exterior del interior conocido. Y afuera todo ese mundo para explorar, saborear, descubrir. Gotitas de infancia que quedaron marcadas para siempre, con todos mis sentidos. Si alguno de ellos, por alguna razón, se despierta, puede transportarme a esos años, a ese escalón, aunque mis pies ya tengan cayos, aunque la puerta ya este adentro mío, aunque ahora Valeria y yo llevan el nombre de mis hijos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario