Abrió el sobre y tomó la carta
con paciencia. Las rodillas se movían inquietas sacudiendo en ese instante los
meses que hacía que la esperaba. Le temblaban las manos, ese papel que ahora
tenía frente a sí, guardaba silenciosamente su suerte. Disfrutaba el solo hecho
de haberla recibido, ignorando aún sus noticias.
Se quedó quieto, sosteniendo la hoja, que aún no
era más que signos dispersos y que ya habían despertado a su cuerpo entero. Le
latía fuerte el corazón, le temblaban las manos y sudaba. El pelo despeinado le hacía una cosquilla
incómoda en la frente, los pies buscaban no perder el apoyo.
No podía soportar la idea de
una nueva desilusión. Se aferraba a todas sus noches de insomnio proclamando su
inocencia y como si su sentimiento de entrega bastara para ser correspondido.
La apretó entre sus manos y la recordó, cerró los ojos y creyó oír su voz, le
pareció sentir su perfume y sus silencios. Entonces pensó que quizá era mejor
no leerla. Atesorar así la duda y seguir latiendo su fantasía. Dar el paso
significaba estar dispuesto a morir. A perderlo todo, a resignarse. Y no estaba
seguro de poder enterrarla. De saltar a otra vida sin la suya. Se resistía a la
idea del rechazo, por más vida y lluvias que hubieran pasado desde aquella
última vez en que se despidieron, jurando que sería hasta pronto. Y era ahora.
Estaban, entre sus dedos transpirados, lo que sería su destino, los próximos
días y las próximas noches, sin saber hasta cuándo.
Entonces imaginó que no la leería.
Y ser el dueño de su destino, de su solitaria verdad. Podría, cobardemente,
seguir soñando su sueño.
Prendió un cigarrillo con
el encendedor, que peleo la llama, entre
la piedra y el agua de la piel sudada. Lo fumó con la intensidad de un suspiro hacia adentro. Exhaló el humo conteniendo
una parte en sus pulmones tapados. Se sentó en el sillón verde. La brasa del
cigarrillo nervioso cayó sobre la hoja. Todo se volvió negro, todo se transformó
en ceniza, y de pronto sus manos ya no sostenían más que el vacío, trozos de
palabras no leídas, silenciadas. Se respiraba en el aire quemado, desconcierto.
Y su suerte que ahora era la
de siempre, la misma de aquel instante previo en que pensó que podía morir, se
instalaba con la certeza de estar vivo. Y se alegró por ello. Se quedó delante
del televisor negro con su corazón encendido, latiendo y con la mirada perdida
contemplando el vacío.
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