08 junio, 2022

La Carta

 

Abrió el sobre y tomó la carta con paciencia. Las rodillas se movían inquietas sacudiendo en ese instante los meses que hacía que la esperaba. Le temblaban las manos, ese papel que ahora tenía frente a sí, guardaba silenciosamente su suerte. Disfrutaba el solo hecho de haberla recibido, ignorando aún sus noticias. Se quedó quieto, sosteniendo la hoja, que aún no era más que signos dispersos y que ya habían despertado a su cuerpo entero. Le latía fuerte el corazón, le temblaban las manos y sudaba.  El pelo despeinado le hacía una cosquilla incómoda en la frente, los pies buscaban no perder el apoyo.

No podía soportar la idea de una nueva desilusión. Se aferraba a todas sus noches de insomnio proclamando su inocencia y como si su sentimiento de entrega bastara para ser correspondido. La apretó entre sus manos y la recordó, cerró los ojos y creyó oír su voz, le pareció sentir su perfume y sus silencios. Entonces pensó que quizá era mejor no leerla. Atesorar así la duda y seguir latiendo su fantasía. Dar el paso significaba estar dispuesto a morir. A perderlo todo, a resignarse. Y no estaba seguro de poder enterrarla. De saltar a otra vida sin la suya. Se resistía a la idea del rechazo, por más vida y lluvias que hubieran pasado desde aquella última vez en que se despidieron, jurando que sería hasta pronto. Y era ahora. Estaban, entre sus dedos transpirados, lo que sería su destino, los próximos días y las próximas noches, sin saber hasta cuándo.

Entonces imaginó que no la leería. Y ser el dueño de su destino, de su solitaria verdad. Podría, cobardemente, seguir soñando su sueño.

Prendió un cigarrillo con el  encendedor, que peleo la llama, entre la piedra y el agua de la piel sudada. Lo fumó con la intensidad de un  suspiro hacia adentro. Exhaló el humo conteniendo una parte en sus pulmones tapados. Se sentó en el sillón verde. La brasa del cigarrillo nervioso cayó sobre la hoja. Todo se volvió negro, todo se transformó en ceniza, y de pronto sus manos ya no sostenían más que el vacío, trozos de palabras no leídas, silenciadas. Se respiraba en el aire quemado, desconcierto.

Y su suerte que ahora era la de siempre, la misma de aquel instante previo en que pensó que podía morir, se instalaba con la certeza de estar vivo. Y se alegró por ello. Se quedó delante del televisor negro con su corazón encendido, latiendo y con la mirada perdida contemplando el vacío.

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