Como si los años hubieran llegado de golpe, trayendo la calma y la estabilidad de quien disfruta los días sin saber cuantos quedan.
Reina la templanza y la calidez de la pausa.
Se detuvo el tiempo en el presente, sin proponermelo, sin esfuerzos, simplemente se instaló.
Y me abrazo a cada día, a cada instante del día, mientras hago lo mismo de siempre.
Y voy andando, entregada plenamente a lo cotidiano.
Alegremente se asoman, por la ventanilla del auto, detenido en el semáforo,
esas violetas de los alpes que me recuerdan que se acerca el invierno.
Que hermosas son. Nunca me duraron más que unas semanas.
Y las dejo ir atrás mientras avanzo.
Que lindo andar tiene mi auto, pienso, cuánto más liviano se vá y se viene.
Y bajo el volumen de la radio, para contarles, que conozco muy bien esa canción y que esperen que después les cuento que la quiero escuchar,
y la canto con la música por encima de mi voz.
Y esta noche cociné entraña a la plancha y les di de probar un trozo de mi infancia.
El recuerdo de mi abuelo y su parrilla, con la complicidad de la sal,
que bien sabe, elevar su sabor.
Así, bien caliente y desde la plancha, salpicada de sal,
el tenedor sostuvo el bocado que puse en su boca,
igual que mi abuelo lo hacía conmigo.
Igual que mi abuela y sus ñoquis.
Igual que las violetas de los alpes.
Una repetición infinita que el paso del tiempo permite que cada vez sea único y original.
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