10 julio, 2021

Sinpies

 Me hielan los pies

Y no hace frío 

De adentro viene y cala en los huesos

Nada puede devolvelverles ya su calor

Ni escarpines recién tejidos 

Ni esos primeros zapatos

Ni esos pasos de independencia

Ni otros pies

Ni los tuyos que fueron míos

Que ya caminan 

Los dos por la vida 

Mis pies, ahogados en los tobillos

Están unidos a mí cuerpo 

Solo el dolor lo confirma

Duele el frío 

Duele la distancia del olvido

Lo equivocado de mis pasos 

Las soltarias noches 

El desapego 

Duele la estrchez de mis tobillos 

Duele el cuerpo 

Cuando se hace cuerpo.


13 marzo, 2021

Mal trago

 A medida que me acerco la noche entra por las puertas y se mete adentro, por las ventanillas, por el vidrio delantero, el silencio nos invade. Todo es negro como la oscuridad de afuera, falta poco para llegar, y no queda otra más que aceptar el sabor amargo, tragarlo de una vez y que pase, pero como si fuera veneno me resisto, aunque sostengo firme el volante, manteniendo las 4 ruedas en la misma dirección, obligada sin opción. Debo llegar. Y siento sus corazones latiendo igual al mio, cada vez más lento. Se van apagando los tres, los tres tragamos, y miramos hacia delante nuestra propia guillotina, sin poder hacer nada, aunque nunca dejamos de pensar opciones. Las decimos ilusionados pero en el fondo todos sabemos que fracasarán. Que ninguna de todas esas ideas nos salvarán del castigo al que ignoramos porque estamos sometidos, de esa penitencia en que se ha convertido nuestra rutina. Sabemos que nuestras voces quedarán silenciadas, que no hay chances de engañar al destino. Pero siempre lo intentamos. Siempre tragamos y nos vamos enfermando por dentro. Cabizbajos caminamos y la guillotina nos está mirando. Nos están viendo todos esos ojos que perdieron ya su mirada, que dejaron de ver. Los vemos. Y sentimos complicidad. Nos vemos. Y sentimos pena por el verdugo que está implacablemente listo. 

Paris

 Tomé el avión con miedo, incertidumbre y alegría. Ese viaje era el premio de tantos años de estudio, y aún así era un esfuerzo más de aquellos que habían estado ahí para que yo lo logrará. Era una continuidad de amor, de aliento, de esperanza, de deseos de que siga creciendo ahora experimentando el mundo. Del mundo que se me había revelado indiferente, dormido tantos años, postergado de mis intereses atrás de programas y de fechas de exámenes. De la maratón de estudios y finales. El viaje, ese avión, eran el comienzo de otra etapa. Despegaba a la vida adulta, mí ser había cambiado para siempre. Y aunque mí identidad sentía que era la misma, ahora además de ser mí nombre era médica. Ese boleto, era un pasaje a otra etapa, a otra vida. A mí regreso me esperaba mí primer trabajo como profesional, mí primer departamento marital sin casamiento. Me esperaban mis deseos de ser madre y de avise de vivir todo ello. Para ese viaje prepare mí valija y puse dentro de ella lo que necesitaba para más de un mes de travesía. Inocente sin saber el impacto carge también un bálsamo de biferdil para mí pelo joven, largo y lacio. No supe hasta después, que con el podía viajar a Francia cada noche en la ducha. Porque uno ignora que el presente se convierte en pasado sin que nos demos cuenta. Llegué al departamento de Elisa, en montrouye, en el primer anillo que circula París. Me sentí agenda, extraña y alucinada. El cansancio tiño todo ese tour en auto en luces y avenidas maravillosas y aunque el francés no era lo mío, ni tampoco lo es ahora, no necesitaba entender con la palabra. Todos mis sentidos captaban muy bien ese lugar que se me abría. De un mundo que despertaba, de una ciudad llena de gente nativa y otros muchos extranjeros que no había leído en los libros de clínica. Que no había imaginado en esas noches a contrareloj antes de rendir un examen. Tan lejos de ahí. Ahora estaba allí. En esa otra dimensión. Captando todo. Y el departamento de Elisa era hermoso y moderno. Tenía todo el confort que yo podía necesitar, el baño era estéticamente muy lindo y estaba tan agradecida de ser huésped de semajante atención que no quería más que agradecer en cada cosa que se me ofrecía. Y el bálsamo biferdil se acomodo en el estante del baño de Elisa casi como un objeto más, cotidiano, pero extranjero, traido de argentina. Y lo usé los días que duro mí estadía en casa de Elisa. No supe hasta después, hasta mucho tiempo después, cuando se me dio por volver a comprarlo. Fue en una visita a farmacity a compar pañales, con el cochecito, el bebé ajustado entre sus cinturones de seguridad, el bolso colgado del Barral, que permitía que mis dos manos condujeran nuestro paseo a farmacity en plena city porteña. Compré cosas necesarias para los tres cortos meses de vida de mi bebé y también para mi pelo reseco y abandonado de una madre de 90 días. Blaamo biferdil. Lo vi en la góndola. Y me lleve un pasaje a París sin saberlo. Desde entonces cada vez que lo encuentro lo llevo a mí baño, apagó la luz y siento ese miedo, esa incertidumbre esa alegria de antes del avión que me llevaría al baño de Elisa, en París, en esa ciudad que me enamoró de libertad y pan francés. Lo deslizó sobre las puntas de mi pelo ya no tan joven ni largo y estoy en el baño de Elisa, preparandonos para salir a la nuit Blanch, a la noche parisina joven llena de esplendor.

Infancia

 Todavía recuerdo tan fresco mis pies descalzos, tersos, sin cayos, sobre las baldosas de ese pedacito de mi vereda. (Puedo recordar el color de la baldosa y el borde externo cerca del cordón de un color rojo gastado.) Digo "Mi vereda" y me detengo a pensar en ese sentimiento inocente e impune de propiedad que nos invadía, nos creíamos dueños del barrio. Sobre todo a la hora de la siesta. Después del almuerzo, los adultos dejaban desoladas las tardes de enero y el barrio se poblaba de pequeñas células de niños en cada casa, en cada pedacito de ese corredor peatonal tan cerca de la calle como si ese fuera nuestra propiedad, éramos los dueños de esas horas y de ese espacio dormido.

Cuanto me gustaba el jumper de jean con pollera acampanada que había cocido mi mamá para mi hermana y para mí. Un diseño distinto a cada una pero que sin duda dejaba ver nuestro vínculo sanguíneo. Mi vecina Valeria tenía el original de quien habíamos sacado el molde. De ella recibí mi primer regalo el día del amigo. Vivía en frente de mi casa, desfasada por unos pocos 20 metros. Ella fue testigo y cómplice de aquellos años. Después me fue imposible no asociar que en cada etapa de mi vida hubo una Valeria a mi lado. De Valeria recibí mi primer regalo el día del amigo, el primer regalo que ella compro con sus propios ahorros, y que eligió especialmente para mí. Era un sacapuntas con forma de patineta, que aún conservo y me despierta tantos recuerdos con solo mirar sus partes ya estropeadas por el paso del tiempo.

Con ella supimos crecer unos cuantos años juntas, se nos iban despertando intereses, deseos, explorando libertades, afrontando miedos, pudores, cambios. Juntas. Solíamos pasar la tarde sentadas en ese escalón de entrada a mi casa. Éramos tan chicas como para caber allí las dos juntas, una al lado de la otra. Y éramos lo suficientemente niñas como para permitirnos librar la fantasía y la creatividad en casi todo lo que hacíamos. Una de las cosas que más recuerdo y que lo debemos haber hecho por un largo tiempo es juntar monedas para comprar caramelos en el kiosco "de la vuelta". Como el dueño del negocio era mayor también dormía la siesta pero como tenía un comercio sabíamos que a las 16 abría. Solo había que esperar y mientras tanto juntar todas las monedas posibles. A veces contábamos con el vuelto del pan comprado al mediodía y si no sabíamos buscarlas en sus típicos escondites, los bolsillos de las carteras de las madres, sobre todo en las que ya no usan, en las tazas que funcionan de portalápices, en el primer cajón de la cocina, y en cada lugar que juntara muchas cosas de esas que se acumulan pero no sirven demasiado y nadie sabe porque no se tiran. Simplemente se juntan todas juntas. Pilas, gomita de pizza, un alicate, una fibra que no anda, un lápiz sin puntas, una llave que nadie sabe de dónde es, un billete que ya no corre, un Clip, una cajita de fósforos vacía, un peine chiquito, y al fondo una moneda. Y de esa búsqueda resultaba nuestra conquista. Una bolsa llena de palitos de la selva. Esos caramelos rosas y blancos. De envoltorio pedagógico. Nos pasábamos la tarde leyendo detenidamente el animal que le tocaba a cada una. Recuerdo el camaleón. Y pensaba cuánta relación tenía con el propio caramelo también de dos colores. Y lo giraba como imitando el efecto mutante del color del animal. Ese rosa y ese blanco tan parecidos al patalin, el helado de la Montevideana de frutilla a la crema y americana. El rosa un poco más intenso del chicle Jirafa. El azul de los confites sugus, el blanco ananá casi transparente como un diamante áspero de la gotita de amor, el corazoncito chiquito de las pastillitas Dorins, o las yapas. Recuerdo la primera vez que escuche el helado de "crema del cielo" y lo vi tan azul pitufo, y recuerdo el sabor extraño como de un bobaloo explosivo con relleno gelatinoso derretido. Las mielcitas de la puerta del colegio, rojas como jarabe, secuenciadas entre sí como una tira de chorizos, esas hacían preocupar a todas las madres. El naranju también despertaba la misma cara en mi mamá entre enojada y preocupada por el estado de conservación e higiene de mis primeras inversiones capitalistas. De cuando mis actos de independencia era elegir en qué gastar esos pocos billetes que me daban para el recreo del colegio. Y volver luego al escalón, por la tarde, con la puerta de mi casa a mis espaldas, como respaldándome, delimitando el exterior del interior conocido. Y afuera todo ese mundo para explorar, saborear, descubrir. Gotitas de infancia que quedaron marcadas para siempre, con todos mis sentidos. Si alguno de ellos, por alguna razón, se despierta, puede transportarme a esos años, a ese escalón, aunque mis pies ya tengan cayos, aunque la puerta ya este adentro mío, aunque ahora Valeria y yo llevan el nombre de mis hijos.